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que son infalibles, sólidas, seguras, inexpugnables, precisas, exactas
e
incluso incorruptibles. ¿Qué sería de nosotros sin máquinas? En cambio,
como mujer, como periodista y como persona, conozco el amplio abanico
de fallos equivocaciones, chapuzas, inexactitudes, veleidades, ligerezas
y debilidades manifiestas de los humanos, empezando por mí misma. Así
que en un fugaz y desolador destello llegué a pensar que toda mi vida era
un puro invento: si mi número de teléfono no existe es que tampoco
existo.
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Pero algo debió rebelarse en mi e, incrédula pero con la conciencia
abochornada por transgredir la norma básica del progreso (las máquinas
no se equivocan nunca), volví a marcar el teléfono de mi casa. ¡Ufl Q
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alivio: la voz había desaparecido y sonaba el timbre habitual de una
llamada. ¡Mi casa existía! ¡La máquina lo confirmaba! Me puse tan con-
tenta que pasé por alto que solo me respondiera mi contestador
automático.
He tenido más experiencias con la voz. He descubierto, por ejemplo,
que ese señor pequeño que hay dentro del teléfono, con su voz angélica,
imperiosa y sabia, está añí para que no me precipite si intento hablar con
el extranjero: "Telefónica le recuerda que tras el prefijo 07 ha de esperar
a oír el tono" Y tiene razón, vaya si la tiene. Igual que cuando llamo a
alguien que comunica y añí esta él, servicial en extremo, sustituyendo al
licuado pitido intermitente: "Telefónica le informa que el número
marcado está ocupado" o "por saturación en el número marcado le
rogamos espere unos minutos para marcar otra vez"... El ángel de la voz
me advierte cuando me equivoco, toma recados y me los puede dar;
incluso me ha llegado a dar recados para los demás. Siempre pagando
yo,
claro: tener un señor dentro del teléfono es un privilegio
Dejé de utilizar el buzón de voz de mi móvil cuando alguien puso mi
número en el anuncio de una inmobiliaria de Alicante que sorteaba un
piso y me llamó media España apuntándose a la enorme juerga. Lamenté
que la voz no dijera, en aquella ocasión, si el apartamento había caído a la
familia de Gijón o al vendedor de Cádiz, que parecían los más simpáticos.
Pero es que no se puede pedir todo y el señor que vive dentro de mi
teléfono acaba tan sólo de empezar. Es lo que llaman la sociedad de los
servicios: el futuro.
Margarita Riveére